Octubre ha sido un mes gris para los mercados de renta variable y renta fija, en especial para estos últimos.
En el caso de EE. UU., las causas de este mal comportamiento venían cocinándose desde hacía tiempo. La primera de ellas es el hecho comúnmente aceptado de que los bond vigilantes vuelven a estar al mando, tanto que incluso influyen en gran parte del discurso de los principales bancos centrales mundiales. Prueba de ello es que, recientemente, Jerome Powell dio a entender que los mercados de renta fija están haciéndole el trabajo a la Fed. Según estimaciones de Deutsche Bank, el aumento en las tires de los bonos estadounidenses a largo plazo equivale a tres subidas de tipos por parte del banco central por un porcentaje total del 0,75 %. Ahora que las correlaciones entre bonos y acciones son evidentes, nadie puede negar que los precios de la renta fija influyen en la evolución de la renta variable. Las buenas noticias para la economía son malas noticias para los precios de los bonos y las acciones, y viceversa. O, dicho de otro modo, lo que favorece el comercio y el consumo perjudica a las bolsas. Se trata de un fenómeno para nada nuevo que afecta a los mercados internacionales.
En el tercer trimestre del año en curso, el PIB anual estadounidense se ha situado en un 4,9 % anualizado, dato que supera con creces las expectativas incluso con unos niveles de inflación moderados. Esto es resultado del optimismo entre los consumidores americanos que conforman la mayor cuota dentro del cálculo del PIB. Sin embargo, apenas quedan ahorros acumulados de la pandemia y se espera que los efectos de esta situación se hagan visibles en los próximos meses. Por otros datos recientes, se ha confirmado también que la economía estadounidense es más resiliente de lo que la mayoría de analistas preveía, lo cual ha ejercido presión sobre los precios de la renta fija. Asimismo, los factores técnicos de la caída en el precio de los bonos han pasado a un primer plano después del estallido de un creciente número de conflictos armados (e incluso guerras) en regiones estratégicas del planeta y por el ímpetu con el que los principales Gobiernos se han dedicado a solucionar sus problemas macro a golpe de liquidez. Una vez más, esto ha sido especialmente evidente en EE. UU., donde el Gobierno progresista afronta la mayoría de los problemas con un sistema de emisión de deuda, gasto y ajuste fiscal, perdiendo de vista el viejo dicho de que la deuda nacional de hoy son los impuestos de mañana. Según el Financial Times, antes de que acabe el año el Tesoro estadounidense habrá inundado el mercado con 1,8 billones de dólares en nuevas emisiones.
El irresponsable programa de gasto de la Casa Blanca ha provocado que el déficit presupuestario se dispare hasta el 8 % del PIB, y el fuerte aumento del ratio deuda/PIB en Estados Unidos, provocado por diversos motivos, ha conducido a un endurecimiento de los requisitos de préstamo. El resultado es un exceso de nuevas emisiones de bonos que choca con la decisión de la Reserva Federal de abandonar su papel protagonista en el mercado y dejar de ser el comprador marginal de último recurso del Gobierno, más aún teniendo en cuenta que la institución está tratando de reducir su balance mediante políticas restrictivas. Es decir, el Gobierno estadounidense se ha convertido en un emisor forzado de bonos, y la Fed, que antaño podía verse obligada a comprarlos, hoy no tiene más remedio que vender. Y las cifras no son bajas: la ola de ventas del banco central de EE. UU. asciende a 80 000 millones de dólares mensuales. Al mismo tiempo, se ha conocido el dato de que los costes de servicio de la deuda en EE. UU. superan ya el gasto en defensa, algo sorprendente si tenemos en cuenta que el país ha incrementado esta partida sobre el PIB mucho más que otras de las principales potencias mundiales.
En meses anteriores, se previó que los compradores marginales tradicionales —como los fondos de pensiones, las aseguradoras y otras entidades estadounidenses— se harían cargo de la eventual subida de las tires de los bonos y limitarían su incesante tendencia alcista. Tradicionalmente, los bancos estadounidenses han sido compradores regulares de bonos nacionales. Sin embargo, este año no han desempeñado plenamente este papel debido no solo al aumento de los requisitos de capital, sino también a la influencia de la quiebra de Silicon Valley Bank a principios de año, momento en que las pérdidas en los títulos del Tesoro estadounidenses incluidos en las carteras desencadenaron fugas de capital de este y de otros bancos. Según estimaciones actuales, las pérdidas no materializadas por la tenencia de bonos en los balances institucionales estadounidenses a causa del desplome de los precios de la renta fija ascienden a nada menos que 15 billones de dólares. Por si fuera poco, los compradores extranjeros del Tesoro —en particular los inversores chinos y japoneses— han reducido sus volúmenes de adquisición por diferentes razones, entre ellas el empeño (probablemente inútil) de China de desdolarizar el comercio mundial e imponer el yuan y el largamente esperado aumento de los rendimientos de la deuda pública japonesa, que ha propiciado que a los inversores nipones les resulte más ventajoso repatriar capital desde los mercados de EE. UU. Por tanto, la razón más evidente de la caída de los precios de los bonos es el simple desequilibrio entre oferta y demanda.
El motivo por el que nos centramos en la situación en EE. UU. en este boletín es que los mercados financieros en dólares son la principal referencia mundial y, a día de hoy, están bajo presión. No obstante, el panorama en la zona euro arroja conclusiones similares que analizaremos en detalle en artículos posteriores.
El terrible nuevo conflicto en Oriente Medio ha traído a muchos el recuerdo de la guerra del Yom Kipur de 1973, a raíz de la cual el cártel de la OPEP cuadruplicó el precio del petróleo y tanto la inflación como los tipos de interés se dispararon. Sin embargo, dudamos que la situación actual pueda compararse con la de entonces. En aquel momento, la economía mundial distaba mucho de ser lo libre y abierta que es hoy. En aquellos años, era la OPEP, y no las fuerzas del libre mercado, la que determinaba los precios del petróleo. No existía ningún tratado comercial internacional importante, y los controles de capitales y cambio —así como muchas otras barreras arancelarias y no arancelarias— fueron la norma antes de que el panorama cambiase en todo el mundo y el comercio fuese liberalizándose gradualmente. Además, no existían un buen número de invenciones que hoy son parte de la vida cotidiana, como Internet y los teléfonos móviles, y las impresoras y fotocopiadoras eran menos comunes. Entre otros, estos elementos son muy representativos de la actual economía basada en el conocimiento a la que hemos ido acostumbrándonos. Es imposible comparar nuestro presente con los difíciles días que marcaron la primera y segunda crisis del petróleo.
Aunque la barbarie y la destrucción se han cobrado un número intolerable de vidas humanas en Israel y Gaza en las últimas semanas, las reacciones automáticas de los importantísimos precios del petróleo —y, por extensión, de las expectativas de inflación— han sido moderadas, al menos hasta que entren en escena actores impredecibles como Irán.
Por todo ello, podemos concluir que el camino de menor resistencia para los precios de los bonos y las acciones es una trayectoria a la baja, con el consiguiente incremento de las tires. Sin embargo, los inversores quality growth no podemos permitirnos el lujo del pesimismo cuando analizamos los negocios subyacentes de nuestras carteras, compuestas por las mejores compañías del mundo, para determinar cómo les afectará, si acaso, el aumento de las tires de los bonos y cuál es el camino a seguir en tiempos tan volátiles como los actuales.
Aunque desde hace tiempo sugerimos posibles respuestas a la primera de estas dos preguntas, Corentin Massin profundiza en ella en su boletín de este mes (El Efecto Retardado de la Deuda). Para evitar hacer spoiler del artículo a nuestros lectores, nos limitaremos a señalar un problema evidente, como es el que los grandes pagos de deuda incrementan el riesgo de quiebra y que, en el mejor de los casos, fuerzan a los directivos de las empresas a pensárselo dos veces antes asumir grandes costes de oportunidad.
La respuesta a la segunda pregunta está en la naturaleza a largo plazo de nuestra filosofía de inversión. En momentos de gran volatilidad, sentimos la tentación de cuestionar nuestras creencias consolidadas y desviarnos de nuestro enfoque, lo cual supone un grave error. Apartarse del estilo propio no solo socava los resultados históricos, sino que además destruye la confianza de los inversores subyacentes, que dejan de esperar un comportamiento predecible.
La cura a esta incertidumbre es ignorar el ruido del mercado y centrarse en las cifras que verdaderamente importan. Sin embargo, la aparente sencillez de esta fórmula enmascara el reto que esconde, y pese a que muchos inversores poseen estrategias y filosofías de eficacia demostrada en mercados difíciles, muchos las ajustan y las modifican en un esfuerzo por contrarrestar los resultados negativos. Por suerte, hay una serie de consejos que facilitan la tarea. El primero de ellos es aceptar que el market timing es un imposible que, casi siempre, causa más quebraderos de cabeza de los que resuelve. El segundo es tener una alta convicción en los análisis propios que permiten a los inversores tomar decisiones impopulares con confianza. El tercero y último es seguir una filosofía y unos procesos de inversión específicamente diseñados para proteger al inversor de las desviaciones de estilo limitando el conjunto de oportunidades a las mejores empresas, que por definición son las mismas en periodos tanto alcistas como bajistas. La única diferencia es que, en estos últimos, es posible invertir en ellas a un precio más bajo.
P. Seilern y M. J. Faherty
30 de octubre de 2023
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